Regresamos de las vacaciones de verano con una sensación agridulce: por un lado, la mente y el cuerpo se han oxigenado para afrontar el nuevo curso y, por otro, parece que la realidad no se ha movido mucho en este paréntesis. Los ciudadanos se incorporan a sus trabajos y ocupaciones y se preparan para lo que se vislumbra como lo que más de un columnista ha llamado “otoño calentito”. Tras el periodo estival llega el tradicional ajuste de cinturón para contener gastos, mientras la ola de calor que vivimos repercutirá en abultadas facturas de la luz para muchos.
Además, las cifras macroeconómicas que se anuncian por doquier alientan a la esperanza, pero parece que sus efectos balsámicos no llegan al entorno microeconómico de hogares y empresas; las dificultades de financiación, los plazos de pago abusivos, las ventas que no terminan de repuntar… son factores que arrojan sombras al panorama que dibujan algunas instancias. Por si faltara poco, se prevé una nueva vuelta de tuerca a la austeridad: el Gobierno pretende ahorrar 30.000 millones de euros de gasto público en tres años, según han publicado diversas fuentes.
A lo que hay que añadir las tensiones políticas, la más importante de las cuales es la cuestión nacionalista en Cataluña, con la fecha del 9 de noviembre en todas las agendas. La deriva que está tomando la situación política con la convocatoria del referéndum, y la total ausencia de diálogo entre el Gobierno central y el Ejecutivo autonómico, centran la preocupación de empresarios de todos los sectores. Según un informe de PwC, “los responsables de las grandes empresas catalanas están preocupados por el proceso” y “por encima de todo, llaman al diálogo” entre las partes implicadas “casi con desesperación”. La mitad de los empresarios catalanes creen que la secesión unilateral daña el negocio con el resto de España.
Al margen de la mayor o menor valoración que se le dé a este estudio, no cabe duda de que las consecuencias económicas de una operación de este tipo son inimaginables, alejadas de la estabilidad necesaria, sobre todo si se tiene en cuenta que Cataluña cuenta con un significativo tejido industrial y empresarial, especialmente notable en el sector de material eléctrico y afines.
No olvidemos que una de las demandas que más han planteado las organizaciones empresariales (como AFME o Anfalum en el sector eléctrico) es desarrollar el criterio de unidad de mercado para que se aplique de forma homogénea en todas las comunidades autónomas la legislación de ámbito industrial y comercial. Con independencia de que exista una reglamentación autonómica específica para determinados ámbitos, no deja de ser un tanto surrealista que para comercializar y lanzar un producto en España una empresa tenga que pasar por 17 estamentos distintos, lo cual ralentiza y perjudica cualquier acción empresarial.
Nuestro país cuenta así con un corpus legislativo autonómico, que consta de miles de reglamentos, órdenes y disposiciones, que deviene un auténtico bosque difícil de atravesar, y que no está pensado en muchos casos para facilitar y simplificar la vida de empresarios y autónomos.
Diálogo y sentido común serían ahora más necesarios que nunca.