A lo largo de la Historia de la Humanidad, la comunidad científica se ha esforzado en ordenar y acotar los distintos períodos que se han venido desarrollando. Etapas, al fin y al cabo, que se han conformado basándose en aquellos aspectos sociales y/o culturales que compartían los habitantes de aquellas épocas, así como -y esto es lo más importante- por las distintas capacidades y habilidades tecnológicas que consiguieron obtener y desarrollar, y por las materias primas que utilizaban y procesaban para cubrir distintas necesidades.
No fue hasta el S. XIX cuando se estableció y difundió, como acuerdo consensuado para la catalogación de la Prehistoria, la idea de “Las Tres Edades” planteada por el historiador danés Christian Jürgensen Thomsend (1788 – 1865), por la que se la dividía en las Edades de Piedra, Bronce y Hierro, atendiendo, precisamente, a aquellas materias primas primigenias.
Más concretamente, la Edad de los Metales (cobre, bronce y hierro) se extiende en Eurasia del 6.000 a.C. al 1.000 a.C., sentando, a lo largo de esos 5.000 años de historia y evolución, las bases de la metalurgia y de la tecnología que conocemos en la actualidad.
En base a los conocimientos de aquellos entonces, se fueron desarrollando y perfeccionando nuevos modelos de producción, manejo y explotación de los recursos, contribuyendo igualmente a la aparición de sociedades cada vez más complejas y, en cierto modo, a lo que hoy conocemos como la cadena de valor básica de cualquier industria: el proveedor, que aportaba la materia prima; el que producía o fabricaba; el que lo transportaba y distribuía; y, por último, aquel que lo consumía o utilizaba.
El cobre, indispensable para el desarrollo de la sociedad
El cobre (Cu), el oro (Au) y la plata (Ag) fueron los primeros metales utilizados en la Prehistoria por el hombre, gracias, en gran parte, a que pueden aparecer en la naturaleza de manera natural en forma de pepita y a que, por sus propiedades físicas, pueden ser fácilmente trabajados a través de técnicas en frío y moldeados a las necesidades concretas (objetos decorativos, utensilios, etc.).
Pero, además, en el caso del cobre, puede ser también extraído por técnicas de fundición de otros minerales, como la malaquita o la calcopirita, datándose el objeto de cobre fundido más antiguo en el 4.100 a.C. ¡Hace 6.124 años!
La contribución a la Historia y al desarrollo de las distintas sociedades por parte de los hombres de cobre fue mucho más allá, ya que mediante la técnica de la fundición de cobre se desarrolló toda una tecnología que, en sus principios básicos, seguimos usando en el S. XXI. Sus diversas características y propiedades favorecieron su rápida expansión, extendiéndose la utilización del cobre y sus técnicas a puntos geográficos muy dispersos en todo el planeta.
Y, si todo ello no fuera suficiente, el cobre, mezclado en proporciones adecuadas de estaño (Sn), da como resultado el bronce. La aparición del bronce -y su rápida penetración debido a sus más amplias y diversas características frente al cobre- en las sociedades de la época generó una enorme demanda de estaño, contribuyendo a la aparición de nuevos “roles” empresariales, como exploradores, comerciantes, etc., abriéndose así la segunda gran etapa de la Edad de los Metales.
El hombre de cobre, en carne y hueso
De vuelta al S. XXI, el cobre sigue siendo un elemento indispensable para la fabricación de todo tipo de productos utilizado en diversas industrias en todo el mundo.
El cobre y sus aleaciones ofrecen en la actualidad una enorme variedad de usos, gracias a sus propiedades mecánicas, físicas y químicas. El cobre puro es el segundo mejor conductor eléctrico -tan solo superado por la plata- y, a día de hoy, sigue siendo el metal más utilizado en la fabricación de todo tipo de cables eléctricos, elementos eléctricos y componentes electrónicos, tanto de concepción básica como de la más alta tecnología, capaces de cumplir requisitos técnicos de enorme exigencia y donde sigue contribuyendo al desarrollo de la sociedad actual, siendo un elemento imprescindible para el proceso de electrificación de la sociedad.
Pero más allá de todo lo que el cobre puede aportar como materia prima a la industria, en general, o al sector eléctrico, en particular, este metal, frío, inerte, es capaz –en las manos adecuadas– de trasladar emociones y representar los valores de aquellos que se esfuerzan en su labor diaria, con tesón, con constancia. Aquellos que ponen pasión a lo que hacen, los que arriesgan, los que anteponen el beneficio colectivo a sus intereses particulares.
He tenido la suerte de conocer a un auténtico hombre de cobre; uno que, siendo de carne y hueso, representa la sencillez, la humildad y las ganas de querer hacer, casi tanto como la modesta, pero fundamental, labor del cobre. Un leonés que, cuando me contó la historia de “Los hombres de cobre”, y lo que para él representaba, con la pasión con la que hablaba de ese hilo de cobre transformado en una preciosa escultura, me conmovió y me hizo comprender que, como en los cables, lo más importante en las personas no es lo que va por fuera, sino lo que va por dentro.
Gracias, Miguel.